—Mantengamos la calma —dijo—. Tus palabras son arriesgadas, Mascoldin. No podemos probar que lo que dices sea cierto y debemos esperar. Si Radjha está hechizada, su hechizo acabará en algún momento. Mientras tanto, permanecerá recluida en sus aposentos y no podrá ver a nadie más que a quien yo designe. Si esta situación no cambia para dentro de dos días, la llevaremos a los Magistrados.
La mujer hizo un gesto y dos guardias se acercaron al trono. Uno de ellos pidió amable pero seriamente a Silvia que les acompañara. Ésta miró a Gheywin y ante su leve asentimiento, obedeció con docilidad. Cuando salió de la estancia acompañada por los guardias, Gheywin pidió permiso para hablar. La mujer le autorizó a hacerlo.
—Señora —comenzó diciendo—. Sabéis que hasta el día de hoy no hemos tenido motivos para desconfiar de Radjha. Estoy seguro de que no miente. Cuando la encontré estaba totalmente desorientada. Si me lo permitís, podría ayudar a que recordara.
—¿Y si está hechizada? —interrumpió Mascoldin, mirando, severo, al chico—. ¿Acaso podrías tú asegurar que no lo está? ¿Desde cuándo te arrogas la responsabilidad de un riesgo tal?
—Pero, yo —Gheywin quiso protestar…
—¡Silencio muchacho! —bramó Mascoldin—. No creas que porque tu padre fue un valeroso y honrado caballero de Undhia y porque diera la vida por Shat, nuestra Señora, vas a disfrutar de prerrogativas que sólo se obtienen por los propios méritos. Sólo los Magistrados pueden decidir sobre la conveniencia del apresamiento o la condena de Radjha y tú acatarás sus decisiones sin rechistar. ¿Comprendido?
Gheywin se daba perfecta cuenta del peligro que corría. Mascoldin era un hombre muy poderoso. Sabía también que esa maniobra le beneficiaba puesto que tenía excelentes relaciones con los Magistrados y que éstos colaborarían con él si hiciera falta. Por lo tanto decidió actuar con más cuidado.
—Señora —dijo con la vista fija en el suelo— Si tan sólo me permitierais verla…—Gheywin —respondió ella tras meditar unos segundos—: cuando murió tu padre, con quien siempre estaré en deuda, prometí ocuparme de ti y tú nunca me has dado motivos para arrepentirme de mi decisión. No creo que tampoco lo hagas ahora. Puedes verla cuando desees pero quiero dejar claro que la decisión de los Magistrados será irrevocable. No tengo nada más que decir.
—Gracias, Señora —dijo Gheywin mientras comenzaba a salir de la sala. A punto de franquear la puerta, levantó algo los ojos y pudo ver a Mascoldin quien le miraba con odio.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Silvia se sintió más sola que nunca. Sin darse cuenta, la figura de su perro Seti le vino a la cabeza y no pudo evitar que una solitaria lágrima se deslizara por su mejilla. Miró a su alrededor. La habitación estaba hermosamente decorada. Había en ella una cama enorme, de madera, semioculta tras unos finos visillos de tonalidad verdosa. Una mesa de madera labrada dominaba la estancia y, al fondo, un panel de armarios invitaba a curiosear. Silvia, sin embargo, echaba en falta una ventana desde la que mirar al exterior. Se acercó a la mesa, tamborileó con sus dedos en ella y miró a los armarios. Sentía curiosidad. “Esta debe de ser la habitación de la tal Radjha —pensó—. Bueno… si parece que tengo que ser ella, no estará mal que inspeccione mis cosas”. Tras abrir una de las puertas, se le abrieron los ojos hasta el infinito. Nunca había visto vestidos más hermosos. Había tejidos que no conocía y otras cosas que no sabía para qué servían. También vio un objeto como un arpa tumbada, elaborado con madera y barnizado con exquisita finura. Algo le llamó la atención. Se trataba de un fragmento de marco que reposaba al fondo del armario. Silvia lo tomó. Era un retrato de un hombre y una mujer tan bien pintado que parecía que tuvieran vida. Se acercó a una tea de la pared con el cuadro en sus manos y lo miró durante un rato. Sus rostros le parecían familiares. En ese momento se abrió la puerta.