“EPÍLOGO”
La jornada empieza a las nueve. A las ocho me levanto, apago el despertador y me fumo el primer cigarro. Voy hasta la cocina, me bebo un café y lo acompaño de dos o tres caladas a un porro. Lo apago, lleno la taza de agua y la dejo sin lavar rebosante en el fregadero. Voy al cuarto de baño; me afeito y me lavo los dientes. (Lo de los dientes pase, pero no puedo soportar afeitarme). Me lavo las axilas, me seco y las restriego con un tubo desodorante. Me echo agua en el pelo, y si no queda bien, aplico unas notas de gomina. Me pongo una camisa blanca (según la temporada con o sin mangas ), los pantalones negros de vestir, cojo las llaves y voy caminando hasta la central. Esta cerca de mi casa; en un barrio que se dice obrero pese a que no hay industria en la ciudad.
Los árboles son jóvenes, la pintura parece fresca; comercios que abren, inmediatamente fracasan y tienen que cerrar sus puertas. Aquí no hay quien compita con el centro comercial. Provee las necesidades, el lujo y también el entretenimiento; reserva de valor, oasis y para los más jóvenes incuestionable punto de encuentro. Yo paso junto a él casi a diario. En la sucursal bancaria, a determinadas horas, se forman colas para cobrar transferencias; los jóvenes esputan entre risas; los carros de supermercado viajan henchidos de felicidad. Puedes evitar todo esto a costa de una demora que ronda los tres minutos, si bien entonces se incrementa el riesgo de ser interceptado por algún drogadicto. Hay uno muy diligente que se coloca de buena mañana, buenos días caballero, y te apabulla a continuación mostrándote sus dientes podridos. Mejor que se los vea un dentista. Mas adelante hay unos árboles que se distribuyen a modo de plaza, una fuente sin agua en el centro y dos mendigos ocupando el único banco. A fuerza de verlos hemos estrechado lazos. Cuando están los dos y si me sale de las narices ocasionalmente les doy unas monedas. A veces no hay mas que uno porque su compañero ha preferido el albergue. Entonces el de pura cepa se me acerca y me pide un cigarro, y mientras lo busco y se lo enciendo saca algún tema de conversación. Suele hablarme del tiempo o de la gente que esta loca, y a veces es tan certero que lo veo como un ser sobrenatural. Cuando regreso por las noches siempre me lo encuentro borracho, y me desvío de mi ruta unos metros porque una vez a punto estuvo de abrazarme. Dos calles mas abajo esta el local desde el que se organiza mi trabajo; acostumbro a llegar a las nueve en punto, consulto el orden del día, voy a la cochera y pongo en marcha la ambulancia.
Podía haber elegido otro vehículo, pero la sensación no hay duda seguiría siendo la misma. Cada mañana la veo como un objeto enorme y extraño, y me he de repetir incansable que soy ahora su conductor. No es que no me guste, tan solo... que no consigo encontrarle el sentido.
El primer servicio es a un pueblo a veinticinco kilómetros de distancia. Recojo a una anciana de setentaicinco años que se rompió la cadera en el salón de su propia casa. Su hija menor, de cuarenta y uno, la agarra torpemente mientras yo la subo a la ambulancia. Está usted cómoda Milagros, le pregunto cada día, y ella sonríe y cierra los ojos, pues tiene el deber de acatar mi omnipotencia. Hay mañanas en las que no asiente, pero entonces, su prolija hija la increpa: Madre, que si está usted bien, y ella, dice débilmente que sí.
Los viejos, dependiendo de la profesión, se suelen desmoronar a partir de los setenta. Aunque hay casos en que continúan mandando; y si no fuera por la muerte alguno lo haría, en principio, eternamente. No es el caso de esta buena señora. Tenía interés, claro, en que la menor quedase solterona; ahora bien, ella nunca lo impuso, era inútil buscar en ella un culpable. Resultona pero callada, era tímida e inhibida, hasta había tenido dos novios, pero la muy estúpida dijo que no.
La hija se quita el abrigo y se sienta junto a mí en la parte delantera de la ambulancia. Durante todo el trayecto, tengo que darle conversación. Tiene buenos senos, apretados bajo un jersey verde, una falda que le cubre las rodillas y el morbo de un celo volcánico y permanente. Casi no puedo pensar en otra cosa. Bueno Sara, y como van esas clases de inglés. Ella dice que avanza, pero con mucha dificultad; yo le digo que se lo ha de tomar con calma, también que si no estuviera en el pueblo yo con gusto le daría unas clases de gramática. Sara se queda callada. Me doy cuenta de que esto último le ha podido resultar violento. Cambio rápidamente de tema y me intereso por la salud de su madre. Aún tarda un poco en contestar. Dice que de la cadera va bien, pero que se ha vuelto muy caprichosa; come poco, a deshora y únicamente lo que le gusta; y tiene que mimarla como a un niño pequeño. Al fin y al cabo le queda poco para morirse. Después retoma lo de las clases de inglés. Yo me hago el distraído y me concentro en la carretera. Le sugiero poner la radio para escuchar los grupos anglosajones. Ella contesta que bueno.
Del pueblo a la ciudad, según el tráfico, hay entre quince y veinte minutos. Lo peor son los accesos. Si todo va bien, entre las diez y las menos cuarto, dejo al paciente en rehabilitación, después hago tiempo hasta que tengo que llevarlo de vuelta. A veces surgen servicios rápidos. Si no lo más frecuente es que aparque la ambulancia, desayune en algún bar y me fume después un cigarro. Si la tengo a mano hojearé la prensa deportiva. Si voy con monedas las echo en la tragaperras.
Recojo al paciente, madre e hija en este caso, aproximadamente, cuarenta minutos mas tarde. Hablamos del tiempo que esta revuelto, del problema de los atascos. Ciertos pacientes se aventuran mas lejos: gitanos que no quieren trabajar, precios que siguen subiendo; la gentuza que hace política, los jóvenes desempleados, y sin dejar de respetar la vida a ese tío yo personalmente lo fusilaba. Los hay que encauzan su odio de manera muy coherente; si bien la mayoría acaba tirando de terroristas y violadores, pederastas y demás sujetos alevosos. Lo más grave, parece, es aprovechar una indefensión. En privado odian a los inmigrantes, a las mujeres y a la humanidad en general. Las mujeres se odian asímismas, pero también, a cualquiera que pueda parecerles débil.
Yo me limito a llevarles siempre la razón, y los argumentos de unos me sirven para dar réplica al que habla. Las mujeres te hablan de su vida, la enfermedad o su aburrido quehacer diario, frente a lo cual me manejo bien a base de intercalar frases hechas. En ocasiones las invento yo mismo; el trabajo me reporta aún estos pequeños placeres. Si la entonación es correcta puede uno decir cualquier cosa que se le ocurra; además con el tráfico, la mitad de las veces ni te escuchan. Les gusta oir su propia voz, lanzar al vuelo sus obsesiones.