A mi espalda, en alguna parte, ha pitado una cafetera, indicando el momento de volver otra vez a la mesa. En ella encuentro a Jack empezando un nuevo cigarro, con nosotros la voz de Manoli anticipando su llegada. Trae consigo la cafetera y una jarra pequeña con leche, deposita todo en la mesa y emprende la búsqueda de lo que ha quedado en la cocina. Me siento en espera de la taza, el azúcar, la cuchara, que no tardan en llegar. Es una cafetera pequeña, fácilmente para dos cafés; preparo el primero y bebo un sorbo, cojo un cigarro y lo enciendo; todo listo, parece, para mi dosis de tiempo muerto. Pero no llega. Llegan mecánicas las caladas, el vértigo, la ansiedad; bebo un sorbo, pienso: ahora otro, último sorbo, aún dos caladas; una mujer, de mi costado, me está arrullando; acunándome en un tono a ratos desagradable, casi siempre maternal.
- Así que al final te has decidido por la traducción, y tu padre que opina, porque teniendo el la consulta ya podrías...
Manoli me mira esperando una respuesta. Entre asentir, decir que sí, callar o la negación, me lanzo sobre un ambiguo: ya. Después continua pastando; de vez en cuando mira a Jack y abrumada se relame ante tan manso y abundante pasto: aunque quizás este prejuzgando eh, que una nunca está libre de toda tacha.
- Claro...
Entonces, y por primera vez en la noche, Manoli repara en mí; quién es, qué piensa; qué oculta, por qué no habla; y se le pudre el ecosistema.
- Tu no eres muy hablador no?
- No, afirmo categórico, y me descojono en sus tupidas barbas.
Ella bosteza con disimulo, mira su reloj de pulsera y dice: -Vaya si son mas de las once y media.
-Sí
-Bueno...
Como no lo diga me enciendo un cigarro; ella se levanta, murmura y empieza a recoger la mesa; con la lógica ayuda de Jack; ante el agravio de mi inacción absoluta. Terminada la tarea me pongo en pie y digo: Me tengo que ir, van a cerrar el Metro.
-Sí, pues... date prisa que el último creo que es a las 11:47. Espera que te traigo el abrigo.
-Bon Jack, bonsoir
-Vous partez?
-Oui
-On se verra j'espere
-Oui peut-être
-Tóma. Saludos a tu madre. A ver si nos vemos otro día.
-Sí, ya nos veremos.
Se queda todo en el aire... sé que no volveré. Añoraré acaso al espíritu de la rue Massena, a su pavimento mojado reflectante de luces de ciudad, a su sepulcral silencio a estas horas de la noche; también a la soledad impune, que de mi brazo la recorrió.
Llego a la parada con siete minutos de adelanto. Poca gente en el andén. Me siento, dejo pasar un minuto. Por las escaleras bajan aullidos demenciales; anuncian el fin del mundo.
Choca primero, por supuesto, el estrépito, pero choca también, después y en mayor medida, la tozuda inmovilidad (de cuerpo, quizás de espíritu) con que los allí presentes recibimos la noticia. Tan intensamente inanes no puedo evitar acordarme de Wells, y sus Warlocks, y la máquina del tiempo. Entre tanto el vaticinio va y viene rompiendo los sonidos de la noche, materializándose en un guiñapo que baja las escaleras como alma que lleva el diablo. Apenas desciende vuelve a subirlas para alivio de los concurrentes, comparto con ellos la certeza de conformar la raza humana. Se extinguen los alaridos por el pozo de la noche y nos sentimos tan humanos, se hace la calma y se quiebra, entra el intruso en la farsa; nos miramos asustados. El pequeño hombre que en tal día reventó con su cabeza corta a frío de navaja nuestros segundos en milésimas. Su mensaje ya lo conocemos: C'est la fin du monde, no cabe sino implorar: que hoy no me toque a mí.
Recorre el andén en lo que dura un escalofrío, vomitando su mensaje al azar sobre los viajantes. Ellos miran ahora, que me quiten esto de encima; y ciertamente bastarían dos o tres voluntades para desencadenar una furia devoradora de locos que diera con el adivino pateado entre las vías del tren. Queda sólo por determinar quién ha de ser el primero. Desde luego yo no, yo me nutro de delirios, por aquí no se ha acercado; son las once cuarentaiseis, cuarentaisiete van a dar, irrumpe el metro en el andén, cabía esperar puntualidad.
Los viajeros abandonan diligentemente su letargo, el tren los acoge, los distribuye entre sus vagones; hay sin embargo uno que queda parado en el andén; esperando a que el engendro decida cual de entre los vagones. Entran entonces al unísono, uno por extremo; sendos pedazos de metro, después se pone en marcha y lo vemos detenerse-respirar en cada parada, momento que aprovecha el loco para saltar al siguiente vagón, no en vano es el elegido que transporta a Dios en su palabra.
Nuestro amigo, ajeno a tales movimientos, ha encontrado un asiento vacío y dormita, o mas bien lo finge, protegido en el vagón de cola. Dos paradas más y llega el loco al vagón adyacente, él lo advierte, sonríe; se ríe de los rostros pétreos, lívidos por el pánico; los mismos que desde otro vagón contemplarían a un loco matarife con una sonrisa en el ánimo. Aunque es extraña su sonrisa siendo como es el siguiente, y mantenemos la extrañeza hasta que la lógica nos dice que la próxima es su parada. Baja, en efecto, él a la vez que sube el loco, y ni siquiera obtenemos que se crucen en la entrada. Libre. Entonces y para nuestra sorpresa se sienta en el andén, saca papel de fumar y se lía un porro, lo enciende después allí mismo y se fuma más de la mitad, luego se levanta instado por los mamporreros y sin desprenderlo de sus labios sale de la estación. Quizás queramos bajar a las profundidades de su mente.
Mis pies besan el asfalto, no hay vehículo que me detenga. Puedo aún marcar mi existencia, fumar solo parado en medio de la carretera. Cada paso es único en esta tierra; ha querido el universo que flote en su conciencia.
A mis pies fluye un río, eterna corriente de muerte; me sumerjo y salgo a flote; impasible tú, impasible yo. Estás ahí como este la noche, como la acera o el viento; y mi ser impera sobre vosotros. Yo.