Ernesto ha llamado por teléfono para cerrar su billete de vuelta, después ha desanudado la nostalgia y ha vuelto al punto de partida. El río y los ultramarinos, con tristeza el centro comercial, el edificio y la lavandería. Decide entrar en la lavandería, aunque los lunes esté atestada de gente. Pero antes va a una tienda, compra varios objetos y sobre todo pide varias bolsas; después los tira a la basura quedándose solo con las mismas. Entra entonces en la lavandería y se sienta a esperar una inexistente colada, legitimando un pretendido acto de libertad con unas estúpidas bolsas de plástico. Él querría romper las barreras, saltar en la mesa, ignorar a los hombres; en su lugar acepta una condena que según parece el mismo se ha impuesto. Por qué, ante quién, si no hay un dios en el universo. No lo sabemos; o por definición ya no seríamos hombres.
Ernesto levanta la cabeza intuyendo un peligro inminente. Ha entrado un individuo que paradójicamente es aún menos libre.
Perturba mi impostura la entrada de un loco tradicional; todos los cerdos nos ponemos en guardia. Arroja su mirada por todos los rincones de la estancia, después se sienta en una silla, desvaría y empieza a afilar su hacha. Se ha colocado a dos metros de distancia (frente a la máquina expendedora); murmura su sinrazón en la lengua que le inculcó el imperio. Cabecea, tiembla y traquetea, llama indignado a un Dios que según parece no quiere escucharle. Se levanta e inicia un circuito demencial alrededor de la mesa negra, sólo una mujer gorda continua impertérrita doblando su montaña de ropa. Yo me sitúo cerca de la entrada (junto a la máquina expendedora) y empiezo a contar, una y otra vez, las mismas monedas (3'50 es un café noir ), se aproxima entonces su pestilencia, me asfixia-me rodea, pero el se sienta en el lugar que le vio partir y me mira fijamente con sus enormes ojos alucinados. -Tu m'achetes un petit café, tu m'achetes un petit café, y se tapa a continuación el rostro con sus grandes manos marrones,-tu m'achetes un petit café, tu m'achetes un petit café, entonces le compro el café para que cierre la puta boca. Por fin se calma y se queda desvariando en silencio.
Poco antes de las siete Ernesto llama a la puerta de su propio cuarto. Calcula que Karin se habrá despertado de sobra, tenido tiempo para pensar, que el devenir se encargará de hacer el resto. Karin dice Entrez ( no ha derramado ni una lágrima) Ernesto analiza su rostro, la ve después sonreír, e inmediatamente pierde la compostura: Mais tu es ici toujours
-Je t'attendait
-Pour quoi?
-Pour quoi pas?
-Ecoute Karin Je veux être seul
-Why?
-I fell like it
-What´s wrong with you, just tell me , you fell down?
-No, c'est pas ça, on parlera après, d'accord
-On parlera quoi?
-Ne t'inquiete pas, simplement j'ai reflechi sur quelques choses et je voudrais qu'on parle
-Parle donc
-Mais, à ce moment je suis très fatigué, on le fera après
-Après quand?
-Je sais pas
-Moi j'ai d'autres choses a faire, je peux pas t'attendre toute la soiree
-Allez ne te faches pas, ça t'arrange a dix heures
-Dans ma chambre?
-Oui, después se marcha y cierra de un portazo.
A las diez en punto estoy golpeando en su puerta, traigo mi número de reserva, aviesas intenciones. Karin ha estado bebiendo, como mínimo media botella de vino; grita que entre, me ofrece un asiento, después ella misma se sienta en la cama a escucharme. Sin rodeos le digo que la quiero, pese a lo cual he decidido marcharme, es mas pasado mañana. Ella nada dice, con el alcohol parece anestesiada. Después dice que sí, que en nuestra situación acaso sea lo mejor, pero que aprovechemos el último día. Yo me siento defraudado, crecientemente rabioso, y la presión se acumula sobre mis pupilas. Quiero, lo voy a obtener, un bonito valle de lágrimas. Me acojo para ello a las tres técnicas que utiliza Padre; la más eficaz la culpa, incertidumbre si la proyectamos en el tiempo; si es necesario, se puede recurrir a la amenaza. Me justifico en un futuro inventado sin Karin, después recuerdo los momentos en que ella fue feliz a mi lado. Nos abrazamos y lloramos juntos; aunque de mis ojos, aún no consiga extraer nada. Entonces ella me llama mi pequeño, otras cosas por el estilo; me están empapando sus lágrimas. Dice que no es culpa mía; que no sé lo que estoy haciendo. A ella la tendré siempre ahí, sin prestación que exigir a cambio, por si alguna vez por fin me decido a confiar en alguien. Entonces se humedecen mis ojos, asisto a la vez perplejo al evento, conciencia de estar llorando. Me aferro a su vientre, hundo después allí la cabeza; nos vaciamos de emociones, tremendamente excitados acabamos la escena haciéndonos el amor.
Desperté una hora más tarde; Karin seguía durmiendo a mi lado. Fui hasta la ventana. Fumé uno tras otro mis tres últimos cigarros. Un murciélago en mis narices. Dos coches de policía. Viento de Marzo. El leve crepitar de las hojas.
Oigo moverse a Karin, tiro el cigarro y me tumbo de nuevo, a su lado, en la cama. Apoyo la cabeza en su regazo, me llegan rumores de su coño dormido. Duermevela de sexo, de olores, y de coños iniciáticos. El colegio de su infancia en época remota, los miércoles a las tres. Tocaba trabajar en grupo y los niños juntaban los pupitres. Sólo una hembra rodeada de pequeños machos.
Disimuladamente dejaba cualquiera de ellos caer un rotulador entre la maraña de piernas, ella presta desaparecía, ansiosa, en su búsqueda. Él la sentía gateando, sumergida por el bosque de acero, y era las mas de las veces asaltado por su tocamiento fugaz. De vuelta en su silla decía que la suya era más grande. Él sabía que ella mentía. Y el rotulador no paraba de caer.
Cuando acababan las clases debía él convencerla, y urdía por ella las excusas para su madre. Había siempre otros, aunque era él su favorito, eran suyas las palabras que importaban, y nunca decía que no. Después lo domesticaba, apoyado contra la puerta del baño, y, desarmado, con la polla bailando entre sus manos, se atrevía en ocasiones a besarle en la mejilla.
Solo una vez conoció el sentido de todo aquello, cuando prolongó su turno mas allá de lo habitual y casi cayó al suelo de rodillas. Paró la dolorosa cadencia de su mano y le inundó una tristeza insondable (sentíase tan débil que ni manotear pudo para ahuyentar sus últimos besos ), y ella allí se quedó, recibiendo al siguiente, mientras aprendía él a andar, absurdo bajo la lluvia, hasta que se desplomó en el asiento de la parada del autobús.
Un invierno llegó la noche mágica, todo fue espontáneo. Crees en el destino, preguntaría luego ella. Se habían intuido en la oscuridad de un cine, el tacto caliente y la polla palpitante; sus padres no estaban, sólo una nota, y mecía la hoja con la prueba. Bueno qué, te enseño mi cuarto, y vio las fotos y vio los posters, muy pocos libros y mágicos colores. Mi pijama, te gusta, y como al vuelo le enseñaba la blanca vagina que el tanto amaba.
Se sentó en la cama, gesto infantil, mudos testigos los peluches. Qué hacemos, y movía a la vez la cabeza juguetonamente, de izquierda a derecha, después de derecha a izquierda. Él dejó que lo preguntase una segunda vez antes de estamparle un tembloroso beso en la mejilla, ella detuvo su vaivén: con el himen roto, una virgen enamorada.