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En aquel punto me di por satisfecho y busqué por mis bolsillos, inútilmente, un cigarro. Recordé que la víspera habían sucumbido los tres últimos. Me acerqué a la ventana y comprendí que sin tabaco aquel acto carecía de significado. Consecuentemente, habría matado por fumar. Decidí pasar a la acción registrando los cajones de Karin, pero vi los álbumes de fotos y mi instinto reculó ante un universo lleno de peligros. Además Karin no fumaba. Salí precipitadamente del cuarto y subí a mi habitación. Rebusqué entre los pantalones y por los bolsillos de las camisas; miré en los cajones, en la papelera y hasta debajo de la cama. Aunque claro esta yo ya sabía que en mi habitación no iba a encontrar tabaco. Entonces se me iluminaron los ojos y volé hacia la ventana; entre mis bellos árboles amanecidos se divisaba una esquina del "Tabac". Lo que se veía era, desde luego, persiana; aunque pudiera equivocarme; o pertenecer a la tienda de al lado, y al siguiente argumento ya había abandonado el cuarto. Que enorme ilusión sentí yo entonces; con qué energía descendí por la escalera. Abrí la puerta, la hierba húmeda, el cielo claro, vacío ya de estrellas. Me adentré en el diminuto bosque, cerré los ojos, pisé la acera: el tabac estaba cerrado. Lógico pensé, y a punto estuve de derrumbarme. Caminé unos pasos indeciso,  me di después la vuelta y desande el camino hasta los árboles. Al llegar me paré junto al primero, respiré hondo tratando de mitigar el pánico. Hasta aquí pues, me decía, y a la vez no quería creerlo. Me senté en el suelo, cogí unas hojas; de pronto encontré la solución: como no se me había ocurrido. Qué sencilla, y a la vez cuanta osadía, y casi reía de gozo mientras me dirigía de vuelta al edificio. Primero ubiqué la ventana de Karin, después me puse debajo y peiné la zona hasta dar con los restos de mis tres últimos cigarros. Entre todas pensé, sumarán sus buenos tres cuartos. Después todo transcurrió muy rápido: subí a mi cuarto, sequé con fuego las colillas, extraje su contenido y lo lié con papel de fumar; bajé donde Karin, encendí el cigarro y retomé la conclusión de mis pensamientos. Ahora sí, me dije, y me elevé a continuación unos segundos poseído por el virus de la euforia. Después ya no recuerdo lo que pensé, sí mi desilusión por el desagradable sabor del tabaco.

Rompió de nuevo la escena un aviso del despertar de karin; el mundo había empezado a moverse. Miré su cuerpo semidesnudo, sus bragas negras, azules, rojas y blancas; el angustioso despertar de una bestia; de sueños claros, y pudor adolescente. Murmuró mi nombre. Tomó conciencia y abrió los ojos presa de una súbita ansiedad. Yo aún seguía allí. Me vió y sonrió aliviada; después recordó, se agarró a mi brazo y emitió un par de débiles sollozos. Yo ya no estaba allí; la habría seguido; ella jamás se atrevió a pedírmelo. Karin saltó de la cama, se puso un vestido y dijo que debíamos desayunar.

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