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La besó en el cuello, la tumbó en la cama; ella dejaba hacer, callada como una niña obediente. Le amasó los senos, arrancó la falda; ella sonreía divertida, ajena a la inminente polla.

Besos huérfanos de calor, el vientre convulso y ardiente, un denso vapor le salía del coño. No, las bragas no, suplicaba, y las mantenía en su sitio sujetándolas con obstinación. Despojó él todo de la nada.

Acarició la zona donde debía estar el clítoris; ella jadeaba bajito, tensando los músculos de su cuerpo. Rasgo con los dientes el envoltorio de su único condón y no se equivocó de extremo al desenrollarlo sobre su polla, después se acercó, sosteniéndola con una mano, pero metiendo antes un dedo en el orificio, y fue al constatar que ya se la habían follado cuando mejoró su presencia de ánimo y se atrevió a murmurar para sus adentros: puta, puta, puta, para empezar, a la vez que recitaba su oración, a penetrarla lentamente.

Se detuvo unos segundos, sus conexiones nerviosas desquiciadas presagiaban un humillante final; ella respetó su lucha interna, oso apenas respirar; el se lo agradeció, se recompuso y empezó a embestirla con energía, encogiendo el culo con cada empujón, corriéndose sin remedio en el número quince. Se limpió avergonzado. Ella le miró a los ojos, puso una mano en su muslo y mintió: no pasa nada; el se revolvió herido, incorporó con furia y comenzó a masturbar de pie frente a la cama. Entonces ella insinuó sus blancos dientes; le pidió que se acercara. El así lo hizo. Pero antes miró de reojo a su alrededor, entrando esta vez limpio en su coño.

La folló con ritmo, contó hasta cien, doscientas, mil, mil quinientos, dos mil, y seguía, y quién sabe hasta donde hubiera llegado la cuenta si no hubiese ella, habiéndose corrido en silencio, apartado dulcemente al hombre que la follaba. El se quedó arrodillado frente a ella (hirviendo en ira, con la polla de hierro), ella lo amansó y tumbó a su lado, luego se abrazó a él ahíta de amor.

En un par de años perdió pie para caer definitivamente en el abismo. La conoció una noche en un bar. Era estudiante de arte, gordita, de lengua inglesa.

Don´t you think that there must be, I don´t know, "something". Algo había sin duda, y bastante diabólico, en su manera de pronunciar las ies y las eses, en el paulatino aniquilamiento de la voluntad del hombre con su imbécil pensar y su pose continua. Pero el no se daba cuenta. Él la adoraba en silencio.

Se le iban los días y las horas contemplando su ir y venir, espiando su coño dormido, besando sus rechonchos mofletes, a veces, maniobraba entre legañas y se la metía a pelo, don´t come inside musitaba, y abría un poco la boca mientras le estaba entrando. El entonces fantaseaba, a vueltas por el abismo, sobre una comunión eterna; un refugio hecho de sábanas; mil Domingos de sol a sol. Ella le miraba dulcemente, descifrando el mensaje que fluía entre sus piernas, y parecía pedirle que lo hiciera, arrepintiéndose inmediatamente después. Y era ese poso de realidad el que le hacía redoblar sus atenciones, pretender más de si mismo, sentirse ocasionalmente insatisfecho. Escuchaba embelesado su cháchara, las historias sobre sus amantes, y siempre podía imaginarla como si repasase sus propios recuerdos. En el teléfono hablaban de un perro, el pantalón que debía comprarse; que simpático el vendedor de revistas, de la ropa, y como debía doblarse. De su coño y de su regla, o cuanto supuso en la tienda aquél último kilo y medio de carne. Y quería saberlo todo. I don´t do it, I can´t concentrate, and you ?. El sí podía. Se repasaba él la polla a ratos compulsivamente, la salvaba de mil peligros, culminaban la escena follando. Pero no iban por ahí las cosas. Ella empezó a administrarle los polvos, a acortar poco a poco sus visitas, a construirse otro mundo vacío de él en paralelo. Él lo sentía en el pecho, en la inquietud que le asaltaba a diario, en los silencios prolongados que nunca antes había ella mantenido. La miraba entonces desbordado, los ojos y pulmones maltrechos, pero se estrellaba siempre con su odio. Ella no entendía la pena, tampoco había conocido la piedad, o solo la que hacia sí misma pudiera alguna vez haber sentido. Sin palabras por los bares, los cines y los estancos, esperando a que su cobardía le permitiera por fin decirlo. Atravesaron montañas de tiempo, levó anclas, quiso ser temerario, pero no conseguía salir de puerto. Ella flotaba sobre las mareas; en su base morían minúsculas olas de piedra, nos vemos entonces mañana, y ella seguía sin decir que no.

Una noche fue él con varios de sus amigos al cine, se vació del todo, perdió por dos horas la conciencia. De vuelta pararon en los bares; bebió en uno de ellos dos melancólicas cervezas. De pronto oyó su/una risa, giró rápidamente la cabeza. No era ella. Sí su pelo, su risa, toda su presencia. Pero ella no vestía así. Ella no besaba públicamente. Y no apoyaba la cabeza sobre las extremidades de los hombres.

La miró, se miraron, tembló ligeramente. Entonces ella recordó que su existencia no se encontraba en peligro, bajó los ojos, amagó un extraño gesto con la cabeza; después se dio la vuelta y continuó disfrutando de la noche.

Desperté varias horas mas tarde: Karin dormía, los pájaros aún no piaban. Imágenes y recuerdos afloraban sin control por mi cerebro, simultáneamente primera ordenación de mi futuro. De momento, dejé a un lado la segunda.

Mi corazón no entendía, se adapta él lentamente a los cambios. No te preocupes le decía, y después le consolaba como a un niño pequeño. Él lloraba y lloraba; llenando de preguntas mi cerebro: por qué no deshaces lo de ayer, buscas un trabajo, te quedas con ella; viajáis a Suecia, vuestro rincón en el mundo, legitimáis ante Dios vuestra presencia en la tierra. No puedo,  por mi gusto así sería, no sé por qué así he de hacerlo. Explícate malnacido, has elegido mi sufrimiento. He renunciado a la felicidad, tanto miedo me da perderla; dolerá un poco ahora, pero  después tú y yo, y el arbitraje de la nada. Bien sabes que no es eso cierto, que bastaría con que te suplicara, que pretendes delegar la decisión en un ente que te haga irresponsable. No quiero más promesas, sólo una rutina pesada y diaria; he aprendido con él a prescindir de las ilusiones, a componer una instantánea en la que nada cambie con el tiempo. Sé cual es tu problema, porque odias los espejos, y si la foto no es de tu agrado porque se desintegra tu identidad; has de aceptar los cambios, el devenir a veces violento, decidir sobre las personas, el accidente de la humanidad; nada de lo que aquí ves es real, nada hay escrito o que sea cierto, únicamente tu voluntad. Pero la voluntad muchas veces fracasa, me quedo entonces encerrado en movimiento. Voluntad que se justifique en sí misma, sin planes y sin recuerdos. Tú me pides que me detenga pero que a la rutina añada otro objeto, de que voluntad me hablas si esta todo predeterminado, sueño con la normalidad mas se que nunca podré alcanzarla; los que somos de esta manera hemos nacido condenados, a trazar el mismo círculo, a llevar una absurda, ridícula existencia, a contemplar que existe vida, pero sin poder nunca entrar en ella; añoro ansiar el porvenir y confiar en las personas; cuando el día siguiente era siempre una promesa, el mañana a veces aventura; cuando podía sentir la tristeza, infinitas ansias de matar, y la sangre hervía en mi cabeza.

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