A las dos paro para comer, indistintamente en alguno de los bares cercanos, rechazo el postre y me bebo un café, entre sorbo y sorbo le pego una calada al cigarro. La siesta la hago entre las tres y las cuatro y media; duermo sin luz y tumbado bocarriba en la cama. Al despertar enciendo un porro y bebo medio litro de cerveza, después me lavo los dientes y me resigno a volver al trabajo. Empiezo de nuevo a las cinco.
Aquí es donde mi vida falla, donde el esfuerzo se torna excesivo; también en el fin de semana. Lo compenso con cerveza, semen, sueños y chocolate, y la tarde se hace así más llevadera.
Los lisiados de la tarde se encuentran con un conductor distinto. Lacónico y reservado, nunca sonríe, viaja encerrado en sí mismo.
Cada tarde me asolan los sueños. Cada día resurgen del fango. Remueven rescoldos de mi pasado. Retomo mi vida, muerta, por donde la deje.
Supongo que por allí ya habra algún otro. Mirando hacia el horizonte. En cualquier lugar del absurdo entramado.
Quizás el tenga hijos y mujer, amantes y otras preciadas posesiones. Me cambiaría o no por él, trocaría él, si o no, su posición conmigo. En ambos casos diría que sí, en otros mil que me invente acabaría contestando lo mismo. Cuestión de tiempo espero. Parpadeo un par de veces y me veo gordo y feliz, y asentado en los cuarenta.
La ambulancia es un punto blanco. Los vehículos se mueven siguiendo un orden preestablecido. La cuadrícula clara y diáfana, las estribaciones de los montes, las parcelas y la montaña. Las calles se tiznan de azules. Faros amarillos, rojo, verde, y negro en los semáforos. Cambia la luz y cambia el mundo, mientras se ajusta la lente contemplo maravillado el cambio. Ya es de noche.
Cada día apuesto que no llega. Cada día termina llegando. Si se abriera una sima y nos tragara; me atreviera yo a reprogramar la ambulancia.
A veces de pueblo en pueblo, en ocasiones de ciudad en ciudad, se me ocurre dejar la carretera y estrellar contra un árbol la ambulancia. Aunque tampoco es un deseo persistente. Me gustaría estar muerto. En su defecto no tener conciencia. A falta de ambos vivir sin utilizarla.
Conduzco hasta que llego a un lugar, remoto, perdido, imaginado. Donde los dioses conocen mi nombre. Paredes y calles están vivas. Los hombres amanecen pintados. De vuelta, frente al infinito, prosiguen una misma travesía. Que la vida se una con la muerte. Que la muerte de sentido a esta vida.
En el absoluto es la muerte. De la cual todo surge, en la que todo entra en retroceso. Y cada paso de mas es a la vez uno que damos de menos. Muere el cielo, muere el sol, muere el tiempo y el espacio. Las calles están muriendo. Los hombres no están llorando.
La mayoría vive aferrada a la eternidad. Desplegándose en una rapacidad sin límite, invirtiendo en su billete de vuelta para el infierno. Lástima que luego no exista. Tengo tantas ganas de que Padre llegue a tal situación, verle pedir ayuda con sus pútridas manos marchitas. Me suplica y yo le asisto, después le cierro los ojos y me adueño de su lugar en el mundo. Debe ser tan hermoso estar siempre legitimado: asumir con tristeza el digno deber de matar, encarnarse en tantos valores que en la práctica se reducen a ninguno. Desafie a Padre y salí perdiendo; creí destruirlo y acabé destrozando mi vida. El conoció la ansiedad de que algo escapara a su control, pero después se desprendió de mi
como de una tira de piel muerta. Sin vivir para, pero tampoco contra él, abandoné pronto mi sueño de convertirme en traductor, me saqué un par de carnets y empecé a conducir una ambulancia. Y ahora qué me pregunto, ya no tengo veinte años, apenas me quedan amigos, ninguna adición para aliviarme; lo he intentado con el sexo, la nada y el alcohol, pero no han conseguido atraparme. El cerebro, ese ser infantil, sigue registrando en busca de razones; alguna idea, que se yo, un concepto, algún valor que pueda llamar absoluto.
Sigo y sigo, pero muy a mi pesar, en mi lecho de muerte aún habrá una gota de esperanza. O será que me desato por momentos y la tarde borra el mediodía, y mañana ni me acuerdo de los pensamientos que tuve en la víspera. Esta inconsistencia, el no saber lo que soy, a quien apunto, lo que quiero. Un sueño que tacharon de utópico; aquel amor que dijeron imposible.
Algunos se blindaron del instinto dando forma a las ideas. Si mataban era justicia, al asesinato llaman eficiencia. Después ascendieron sus ideas a la categoría máxima de valores; ahora matan por inercia, amparados en la cruel mecánica de impenetrables leyes naturales.
Han alumbrado cual ratas, han llenado el mundo de basura. Legitimado la desigualdad, ley, religión y cultura. Que demente ha concebido este feto devora entrañas, que mal sueño lo ha traído. En un cosmos imparcial, en un ballet de estrellas, que sentido tiene el hombre; por qué no ha desaparecido ya. Para cuando la extinción de un ser, inferior, ventajista y deleznable. Que mate el jefe a los inferiores; o mejor, que lo hagan éstos respecto al primero; y que los sucesivos maten al siguiente. Que arda la sangre, que mueran las ideas. Un último alarido de dignidad; en un universo negro, que ni siente ni padece; e ignora nuestra existencia.
Cuando dejo la ambulancia, cuando reanudo mi libertad interrumpida, descubro la mayor parte de las veces que no se lo que hacer con lo que aún me resta del día. Vive uno tan alienado. Camino entonces sin rumbo por las calles de noche oscurecidas, me paro en algún bar de paso, bebo demasiadas cervezas. Me he convertido en el tipo que decora la barra en los bares; incluso eso es mentira. Voy a los bares, sí, pero no dejo de ser un extraño, un momento de breve interferencia. Históricamente nos han matado, nos han recluido y metido en cárceles; también hemos hablado con los dioses, y hemos dirigido pueblos directamente hacia su exterminio. Quizás todos nos vemos un poco así, sabios o incomprendidos, pequeños dictadores, o estadíos de frustración lacerante.
Entrando en uno de los bares me encuentro con un tipo desde hace poco conocido. Es viajante de comercio, o sea técnico comercial con dietas y vehículo propio. Portador de un maletín negro suele llevar camisas negras o blancas, estima mucho su trabajo. En comparación considero que respecto al mío su trabajo es claramente inferior, el por su parte opina otro tanto en relación al suyo. Cada cual tendrá sus razones. Siempre divaga sobre las putas, las mujeres y los burdeles de carretera, y mas de un corazón ha roto en tan breves citas con sus románticas rameras. En deportes, fútbol y motor es un muchacho clarividente, sin dejar la docencia ni aún cuando uno, no pueda, no sepa, o no quiera seguirle.
Es un típico hombre de acción, optimista, jovial y sincero. A veces humilla a los que venden rosas; de vez en cuando desaparece y deja su cuenta durante varios días sin pagar. Demasiadas noches he sido cruel y me ha animado patán tan despreciable, demasiadas veces le he dado coba para que me invite a una única cerveza. El a su vez se vale de mí para su soledad impenitente y sus burdos delirios de grandeza.
Ha perorado un rato, se ha levantado de repente y se ha ido a mear dejándome con la palabra en la boca. Me quedo a solas con el dueño. No acostumbra a hablarme si no es por vía de terceros, aunque hoy rompe la tradición y me dirige las siguientes palabras: este Paco es de lo que no hay. Me pregunto por dónde irán los tiros: menudo pájaro verdad. Jacinto, que así se llama el sujeto, me cuenta que Paco no es vendedor, que el maletín lo lleva vacío, y que vive de la pensión de su madre. No me sorprende, tampoco tenía porque hacerlo, aunque no deja de ser una información innecesaria. A su vuelta sin embargo siento hacia él aún más desprecio, y no puedo evitar una risa al verle pasar con tanta decisión a los cubatas. Después le digo que no es de él, que me rio de un mendigo rumano que acaba de entrar pidiendo dinero, y me tengo que apoyar en Jacinto para que le explique la anecdota completa. Jacinto farfulla que traía unos lienzos que el mismo podía haber dibujado con la polla, y como por cada uno pedía seis euros le ha indicado con amabilidad por donde podía metérselos. Y es que hay cada gilipollas, comenta el bueno de Jacinto. Paco asiente y se muestra indignado, y nuestras risas interpreta como despreocupada pero a la vez errónea condescendencia. No, si no voy a poder estar en un bar sin que venga un asqueroso a molestarme, y lanza a continuación un bello alegato sobre la esencia de los españoles, los inmigrantes y la ética del trabajo. Entro en un paroxismo de risa que me escora peligrosamente hacia la histeria, he de salvar la situación pretextando la necesidad urgente de ir al baño.
Alguien rie en el espejo. No se da cuenta, pero ha conseguido asustarme. Un implacable reptar de fuerzas ha iniciado su acomodo en mi cerebro. Intento dominarlas, salir del mar de aguas subterráneas. Que coño pasa, a donde me llevan. Por que me sudan las manos, que/quien empuja en mi cabeza. Tengo que salir del baño, atravesar el bar, improvisar rapidamente una excusa: estás bien, me preguntan, y todavía no he abandonado el lugar cuando ya murmuran: lo has visto, estaba pálido como un fantasma.